¿Quién cambiaría un sábado de descanso por dos horas bajo el sol de Culiacán?
Por: Kenia Meza
Esa fue la pregunta que Ana Cristina Rubio se repitió durante un año, cuando le insistieron que fuera parte del Movimiento Scout. Cuando finalmente aceptó asistir, en un abrir y cerrar de ojos esa clase prueba se convirtió en 11 años de formación en los Scouts.
“Así comenzó mi vida scout, una travesía que dejó huella no solo en la tierra que recorrí, sino también en lo más profundo de mi alma”, comenta Ana Rubio con mucho orgullo.
A la edad de 12 años, se unió al movimiento con un corazón curioso y un alma aventurera, mismos que fueron abrazados no solo por Scouts, sino también por su grupo (el Grupo 8 Coltzin) y sus jefes, en especial el jefe Arqui, a quien agradece profundamente.
Rápidamente se convirtió en su guía y cuidador, pero sobre todo, en su inspiración. Nunca decía "No lo hagas", solo aconsejaba sobre posibles consecuencias, dejando a su criterio la decisión.
En su mayoría, la elección de Ana era científica, le gustaba investigar y buscar respuesta en la teoría, pero había que ponerla a prueba y ahí aprendió a la mala que, en promedio, el jefe Arqui tenía razón.
A lo largo de los años, su uniforme Scout se convirtió en testigo del sudor, largas caminatas, dolores de espalda, sed, hambre, días hormonales, desorientación, lesiones, accidentes y un par de malos ratos.
Al mismo tiempo, nunca estaba, ni se sentía sola, “siempre caminaron conmigo, cargaron mis cosas, cargué sus cosas, compartieron su agua y comida, buscamos soluciones, cuidamos unos de otros, y siempre hubo hombros donde podrías apoyarte, descansar o llorar”, comenta Ana Rubio respecto a los miembros de su comunidad Scout que pronto se convirtieron en su familia.
Fue en los días largos, las noches estrelladas y las conversaciones alrededor del fuego que descubrió la magia del escultismo. No eran solo nudos y habilidades prácticas; eran lecciones de vida.
Ahí, la verdadera esencia del movimiento Scout se manifestaba: la conexión humana, la solidaridad y la aceptación incondicional, y en su caso particular, un lazo tan fuerte difícil de describir.
Actualmente, Ana Rubio tiene 23 años de edad y ya no es considerada “joven" por la asociación; es considerada jefa. Esta transición ha traído consigo una amalgama de emociones, desde la presión de superarse constantemente hasta una sensación abrumadora de responsabilidad.
Ser consciente de que ahora recae sobre sus hombros la tarea de no solo enseñar habilidades prácticas, sino de inspirar y guiar a jóvenes, ha sido un recordatorio contundente de la magnitud de su papel.
“Confieso que la idea de tener el poder de influenciar las vidas de los jóvenes que lidero me inquieta y en cierto sentido, me asusta”, menciona conmocionada. Sin embargo, ha comprendido que este temor es, en realidad, una señal positiva.
Ese miedo significa que le importa lo suficiente como para desear fervientemente que alcancen sus metas y construyan una red de apoyo sólida a su alrededor.
Su objetivo ahora es dejarles al menos una chispa de motivación, como lo hicieron con ella, para ser mejores cada día y "dejar este mundo un poquito mejor de cómo lo encontramos" (Baden – Powell).