No somos perfectas, sólo somos madres, con otras vidas y otras sonrisas

En el mundo existen muchos tipos de mamás, las hay de todos colores, tamaños, razas, olores y casi puedo asegurar que sabores también.

Por: Mónica Peverell

Las Crónicas de Mony

En el mundo existen muchos tipos de mamás, las hay de todos colores, tamaños, razas, olores y casi puedo asegurar que sabores también. Por lo general abundan mamás que están satisfechas por ser madres, que se quedan en casa, educando, cuidando y criando a sus hijos, incluso se enrolan en actividades extra escolares, como el karate, el jazz o cualquier otra actividad que mantenga ocupados a sus chiquillos, algunas de estas toman estos espacios para distraerse y socializar con otras como ellas.

Existen también las madres trabajadoras, estas son imparables, cumplen con horarios laborales, se parten entre ser esposas, madres, hijas, trabajadoras y cualquier otro rol que le toque cumplir, su descanso nunca está en la lista.

Por su puesto que también hay madres que han sido mamás sin querer, existen algunas que no les gusta serlo, están las que son solteras, y no excluyamos tampoco a las arrepentidas, a las que de vez en cuando rezongan por el papel que han elegido vivir.

En cualquiera de los casos yo las llamo coloquialmente mamás estándar.

Porque, aunque nadie lo diga como tal, y aunque nadie nos tenga un nombre, existimos las otras mamás. Algunas personas nos llaman guerreras, ángeles, luchonas… Un sinfín de apodos para nombrar a unas cuantas señoras que cumplen con un papel donde nadie quiere estar.

Sí, así es, estamos estas “guerreras y luchonas” que pisamos fuerte en las tormentas para no dejarnos arrastrar, y no es que yo demerite el complejo labor de ser madre, pero a nosotras nos toca aguantarnos la impotencia de no poder hacer un poco más; a sacar la casta cuando tal especialista te tiene nuevas noticias, a tomar el toro por los cuernos cuando te dicen que quizá no haya más progreso en alguna investigación para encontrar a tu hijo.

Porque, aunque somos lo que somos y el cosmos nos ha dotado de tantas maravillas, nadie, pero nadie quiere estar en nuestros pies. Y para ser sincera ni siquiera nosotras quisiéramos estarlo, pero las cosas son como son.

Somos estas progenitoras que han perdido un hijo o varios, que sus hijos han enfermado, que luchan contra el cáncer o enfermedades degenerativas; y están desde luego las que son como yo: las que crían un hijo con discapacidad.

Aceptar la discapacidad como parte de la vida de mi hija y de la mía no ha sido fácil, me costó un montón de terapias, unos cuantos litros de lágrimas, lamentos, cuestionamientos de por qué a mi hija y a mí, así como también otras cosas de las cuales no quiero hablar.

Al final entendí que todo fue parte del proceso del duelo, porque, aunque ninguna de las dos había perdido la vida, si había perdido la ilusión y las expectativas de tener una niña que me dijera mamá, que corriera, que comiera por si sola; todo esto desapareció tan rápido como acaba la luz de una vela.

El impacto que causa la noticia de que la discapacidad ha llegado para quedarse es indescriptible. Y es que no tienes idea de lo que es enfrentar y aceptar la realidad tener un hijo que no nació.

Me hubiera encantado sobrellevar el duelo de una forma más rápida, pero aceptarlo, me costó seis años, sé que hay quienes lo hacen pronto y otras más que nunca lo harán. Hoy después de tanto, me siento libre, me siento viva, me siento yo. Hoy me siento implacable.

Hoy sé que la discapacidad no me hace menos como madre, ni como persona. Hoy no estoy enojada con la vida, ni conmigo misma, no me tengo lástima, ni compasión, me amo y me respeto; y sé que llegar lejos es tan solo es una meta a la vuelta de la esquina. Que soy yo quien primero tiene que estar bien para que ella esté bien.

He aprendido que si estos preceptos no los acepto desde el corazón hasta el inconsciente nadie más lo hará por mí, y es que un día alguien me regaló su mirada de lástima, también vi el asco en su rostro, fue un balde de agua fría, del cual no quise más.

Por su puesto que sus rostros todavía están, pero ya no imperan sobre mi vida, a pesar de lo mucho que nos juzgan, a pesar de lo mucho que nos quieren ver martirizar por estar donde nadie quiere estar, no importan ni un poquito ya.

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Los cambios que me produjeron la discapacidad me hicieron más humana, más consciente, más prospera y más amena: más pura. No es que uno se vuelva perfecto y tampoco es que se le desee a nadie, pero cuando estás donde estás, salir adelante es tu única opción.

Además, te das cuenta que no estás sola, que somos muchas, que de repente sin querer las pláticas sobre los trastornos, padecimientos y enfermedades ya no son un tema incomodo, se hacen una charla cotidiana, y está bien porque hasta lo disfrutas. Te das cuenta que hay quienes ya no pueden ver la cara de sus hijos, porque han perdido batallas y amas la fortuna de poderle hablar, mirar o abrazar, un día más, aunque en muchas ocasiones tú no tengas un beso de regreso o un “mamá no quiero”.

Aquí estamos las otras madres, con otras miradas, a veces con matices más fuertes y de vez en cuando un poco más tristes, pero siempre sobrellevando la situación, siempre al pie del cañón.

No somos perfectas, sólo somos madres, madres con otras vidas y otras sonrisas, cargando a sus hijos en sillas de ruedas, en camas, camillas, brazos o espaldas si es necesario. Nosotros somos de las imparables, de las que a veces pediremos ayuda a la familia, al gobierno o la sociedad porque de vez en cuando solas no podemos.

Nosotras somos simplemente lo que somos y por mucho que cueste creer nadie nos va a parar.

Gracias siempre gracias por cada palabra, cada aliento, cada espacio, cada beso y abrazo para mi Emma.

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