La muerte es el recordatorio de nuestra finitud, de que así como tuvimos un principio tendremos un fin, por lo que la pregunta es, ¿qué propósito le daremos a este viaje llamado vida?
Por: Francisco Cuamea
Nadie sano quiere morirse, pero eso no significa que tenga una vida plena. ¿Qué le falta? Precisamente, estar muy consciente y aceptar que su historia terminará, tarde que temprano.
La muerte no espanta en el Día de Los Muertos, así que podemos hablar de ella sin miedo ni pesimismo, pero sobre todo, de su magia para apreciar la vida.
La muerte como un medio para alcanzar la vida auténtica
Desde la filosofía existencialista, la muerte es comprendida más allá del aspecto biológico del ser humano.
Es el recordatorio de nuestra finitud, de que nos somos eternos. Que así como tuvimos un principio tendremos un fin, por lo que la pregunta es, ¿qué propósito le daremos a este viaje llamado vida?
Por eso, para Martin Heidegger, por ejemplo, al asumir conscientemente nuestro límite, se alcanza la vida auténtica.
Tener conciencia del acto de morir es aceptar el fin, el límite, la nada y todos aquellos conceptos que nos circunscriben dentro del transcurso del tiempo, cambio, movimiento, ritmo.
Entonces, si la muerte es el fin del ciclo, la vida es libertad. Porque ésta se hace patente en las posibilidades de cambio, de movimiento dentro del ciclo. En el ritmo del día a día. En el minuto que se extingue para darnos otra oportunidad.
Somos libres mientras estamos vivos, aunque el despliegue de esa libertad dependa de la amplitud del campo de acción.
Un día a la vez
Quizá usted conozca a alguien que, después de una experiencia cercana a la muerte, por algún accidente, enfermedad o ataque, hoy sea una persona con propósito.
La ciencia ha investigado estos casos. Se dice que quienes viven experiencias cercanas a la muerte adquieren una profunda revalorización de la vida. Desarrollan una mayor gratitud y aprecio por cada momento vivido, disminuyen su temor a la muerte y encuentran un nuevo propósito en la vida.
Además, suelen volverse más compasivas y enfocadas en el presente, valorando más las relaciones y preocupándose menos por logros materiales o reconocimiento social.
“La gente que regresa de una experiencia cercana a la muerte confirma haber aprendido que todo en la vida tiene una dirección, y que todos nosotros estamos interconectados”, dice en entrevista Bruce Greyson, un científico con 40 años investigando estos fenómenos.
“Esto les lleva a aceptar una 'regla de oro': tratar a los demás como nos gustaría que nos trataran a nosotros. También pierden su miedo a morir, que paradójicamente les quita el miedo a vivir. Ello les permite vivir la vida al máximo y en el presente, disfrutar del día a día”.
¿El sentido de la vida se encuentra o se crea?
En El sentido de la vida, Viktor Frankl sostiene que la búsqueda de sentido es una necesidad humana fundamental y que encontrar un propósito en la vida permite a las personas superar, incluso, los sufrimientos más extremos.
La neurociencia, por otro lado, ha descubierto que nuestro cerebro es narrativo, es decir, que el propósito o sentido de la vida no se encuentra sino que se crea.
Según esto, la narrativa tiene efectos significativos en el sistema de recompensas del cerebro, lo que contribuye a nuestro bienestar y motivación, además de ser fundamental para construir una identidad personal.
Puede gastarse la vida buscando un sentido y no hallarlo. La narrativa tiene la ventaja de que puede construirse una identidad con la que sienta realización y darle propósitos que le impulsen.
En última instancia, la muerte nos revela su lección más valiosa: vivir plenamente el tiempo que tenemos.
Lejos de ser un antagonista, la muerte puede actuar como catalizador, un recordatorio persistente de que cada instante es una oportunidad irrepetible.
Mientras que algunos encuentran sentido en la búsqueda externa, otros lo crean desde su propia narrativa. Entonces, el verdadero desafío no es eludir el fin, sino, como diría Heidegger, abrazar el límite y vivir con autenticidad.
Porque, al final, lo que importa no es cuánto duramos, sino cuán profundamente decidimos vivir cada día, hasta que llegue, como diría Jim Morrison, nuestro propio “único amigo, el fin.”