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Entendiendo la muerte como parte de la vida; Nuestros muertos de Covid-19

¿Cómo afrontarlo con entereza?. Descubre algunos simbolismos y cómo sacar fortaleza de la muerte en los tiempos de contingencia en México

18 abril, 2020
Entendiendo la muerte como parte de la vida; Nuestros muertos de Covid-19
Entendiendo la muerte como parte de la vida; Nuestros muertos de Covid-19

¿Cómo afrontarlo con entereza?. Descubre algunos simbolismos y cómo sacar fortaleza de la muerte en los tiempos de contingencia en México

Dr. Marco Antonio Dupont Villanueva.

www.drmarcodupont.com

Desde hace algunas semanas vivimos, por primera vez en la vida de muchos, una situación mundial que nos enfrenta con pensamientos persecutorios pero constantes, como la idea del exterminio de la especie humana: tal parece que estuviéramos a la espera de un cataclismo. Esta sensación se incrementa con la proximidad de la fase tres de contingencia, en la que irremediablemente aumentarán las hospitalizaciones y, con ellas, el número de muertos de Covid 19.

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Nuestra cultura y la muerte

El pueblo mexicano siempre ha tenido una relación muy cercana con la muerte, la creencia de que hay algo después de ella. La resurrección de Cristo nos conduce a rituales emparentados con un tipo de vida después de la muerte. Celebramos a los muertos un par de días al año, les ponemos altares, ofrendas, los recordamos ofreciéndoles alimentos de manera simbólica para convivir alegremente con ellos.

Los festejamos como lo hacemos con las madres en su día. Los habitantes originarios de estas tierras solían enterrar a sus deudos con vasijas, utensilios de cocina y hasta granos que, imaginaban, podían necesitar en el más allá.

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La reencarnación es simbólica pues ese día, el 2 de noviembre, el Día de los Muertos, comemos con ellos usando nuestros utensilios, son invitados de honor en nuestro “acá”, en nuestro presente. Es decir, por unas horas, el “más allá” es el “acá” de nosotros. Y el deseo de que exista un futuro después de la muerte, un “allá”, nos hace valorar nuestro “acá” y recordar la brevedad del mismo.

No hago otra cosa más que parafrasear a los filósofos presocráticos, quienes señalan un continuo (continuum) donde los opuestos están presentes, en este caso, la vida y la muerte. Un continuo que se vuelve referente mutuo. Ambas cosas, la vida y la muerte, habitan nuestro presente, están en constante reflejo una de la otra.

La duda y la ambigüedad

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La llegada de los españoles provoca singularidades en la población mexicana, entre otras, una ambigüedad en la manera de entender la muerte.

El hecho de que Cortés decidiera fincar las iglesias (la casa del nuevo dios) sobre los templos donde adorábamos a nuestros dioses –sí, dioses, pues eran varios, entre otros el dios de la lluvia, Tlaloc, el dios del sol, Tonatiuh, la diosa de la luna, Coyolxauhqui, la diosa de la fertilidad, Coatlicue, y desde luego Mictlantecuhtli, el dios de la muerte– suscitó un doble sentido en las cuestiones místicas.

De pronto, tuvimos que rezarle a nuestros dioses en la casa de el nuevo Dios. No somos los únicos: se sabe que dicha ambigüedad es universal, se presenta en todas las culturas, periódicamente.

Sin embargo, la ambigüedad estimula la DUDA, y a ésta nos enfrentamos cada día. Por ejemplo, los hombres pueden dudar de ser el verdadero padre de sus hijos –una duda contenida en frases populares como aquella de “lo quiero como si fuera mío”– y algunas madres que pueden tener la fantasía de que su recién nacido fue cambiado en los cuneros.

Conviene recordar que aquella España de los Reyes Católicos también había dejado entrar rituales medievales, de cuando los utensilios eran de estaño y plomo. La exposición constante a estos materiales nocivos tenía lugar por lo menos una vez al día en los platos utilizados, lo cual tenía ciertos efectos perjudiciales para salud.

Muchos españoles sufrían trastornos del sueño, entre ellos narcolepsia, un padecimiento que se caracteriza por provocar un sueño profundo, tan profundo que en ocasiones se confundía con la muerte. Esto era el siglo XVI, aún no existían instrumentos para garantizar que, efectivamente, la persona había fallecido. En buena parte, de ahí nos llega la costumbre de mantener al difunto sin enterrar un promedio de tres días, para cerciorarse de que ya no iba a despertar.

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Estos tres días sirven también para que la familia pueda despedirse de él, nos permite velarlo –una palabra que proviene del vocablo latino vigilare (vigilar)–. Es la guardia, la vigilia que acompaña al difunto. Permanecer en vela, despierto, para vigilar y acompañar al muerto.

Se habla sobre él, resaltando lo bueno y esto permite se vuelva a reparar la imagen del difunto. Se le ve, algunas personas ponen retratos de él o ella (más joven que en el momento de la muerte). Sería, quizás, irónico colocar una fotografía del difunto ya muerto: se trata de recordarlo cuando la vida aún le sonreía. Otros más abren el féretro para constatar que, efectivamente, la vida ya no está allí.

Se le llora, se le dicen cosas que en vida nunca se le dijeron. Muchos muestran abiertamente y ante el público asistente, como si fuera una obra de teatro, el dolor de su pérdida. Además, esta velación se acostumbraba llevar a cabo en la casa de los dolientes; no es hasta mediados el siglo XX que aparecen propiamente los velatorios, cuando la vigilia sale de las casas y se institucionaliza.

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La separación en tiempos de la pandemia

Las nuevas disposiciones hospitalarias ante la pandemia, que por el momento varían de acuerdo a cada estado de la República, dictan que el paciente ingresado por Covid-19 debe ser separado de sus familiares. Nadie podrá visitarlo y se ha determinado que sean las instancias de salud las que informen del estado de salud del paciente por vía telefónica.

Esta situación, esta separación, supone una segunda separación. La primera es la provocada por el aislamiento ordenado ante la pandemia que nos enfrenta a un estado de desesperación, de incertidumbre; un duelo doble que por un lado nos aisla de nuestro entorno social y laboral, mientras que por otro lado, nos separa de un familiar (o familiares) víctimas de este enemigo, de este virus, de este agresor invisible.

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La derrota ante el virus nos enfrenta a la incertidumbre, que aunada a la depresión y desesperación por el aislamiento, a la falta de actividades, nos confronta con lo ominoso y lo terrorífico. No hay certezas sobre lo que pueda pasar, no sabemos lo que está por venir. Son estados de ánimo y emociones innombrables aún. Se trata de un nuevo tipo de angustia para muchos de nosotros.

Es probable que situaciones similares dieran origen a la creación de deidades, dioses o semidioses, que pudieran explicar, nombrar y, sobre todo, controlar estas emociones y situaciones. El DIOS nombra las cosas y mitiga nuestra angustia.

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Aunque como se mencionó anteriormente, las medidas sanitarias cambian de acuerdo a la región del país, en su mayoría estipulan que en caso de fallecimiento de un enfermo víctima del Covid-19 no se entregará el cuerpo para ser velado, sino que será incinerado o bien se entregará en féretro cerrado para su inmediata inhumación. Es una medida sanitaria en función de la prevención de futuros contagios pero las implicaciones que esto tiene para los deudos es enorme, pues sucede que, luego de ingresar vivo al familiar enfermo en un hospital, sienten que ya no lo volverán a ver.

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Desde luego, ante esta situación aparece una etapa de depresión, de tristeza o bien una etapa de gran enojo o furia. El médico, representante en el mundo de este dios-semidios encargado de curarnos, de protegernos, en estos momentos no solo no ha sido capaz de salvarnos, sino que carga la responsabilidad un virus que no ha podido controlar.

En parte, esta es la razón por la que algunas personas pueden llegar a agredir a médicos, enfermeras y a todo aquél que trabaje en este templo malo, como se traduce simbólicamente el hospital. No hay que olvidar que quienes nos vacunan, especialmente las enfermeras, con la intención clara de darnos protección ante las enfermedades, nos inyectan virus atenuados.

En líneas anteriores mencioné la oposición de los contrarios: siempre debe haber un dios bueno y otro malo. Si atacamos a este semidios que ha fracasado, no se culpara al dios principal de la muerte ni de la enfermedad. De esta forma el equipo médico y las autoridades –no solo sanitarias– han ocupado el lugar del diablo.

¿Qué se puede hacer?

Ante una situación así, una manera de tolerar la incapacidad real para despedirse de un familiar es llevar a cabo una pequeña ceremonia entre los aislados por medios electrónicos (ya sea WhatsApp, Zoom, Skype), tratar de comunicarse con los familiares y realizar una misa de cuerpo ausente que nos permita elaborar el duelo.

Un asunto es de vital importancia: debemos insistir de forma tenaz y constante que los médicos no son los transmisores de la enfermedad, los médicos NO SON quienes matan a los enfermos. De hecho, son los únicos que ahora pueden cuidarnos y curarnos. Si está en sus manos, nos conservarán vivos.

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