Hace 75 años, inició con la venta de dulces. Hoy es un ícono entre los lugareños.
Por: Jacqueline Sánchez Osuna
Cuando Tomás Aguayo Frías, tenía nueve años de edad, dejaba el azadón, y tomaba un par de cubetitas llenas de dulces y, un cartoncito de pan preparado por las manos de su mamá. Se iba del otro lado del río y llegaba a la primaria.
No iba a clases, como todos los niños de su edad. Él prefería vender sus dulces del otro lado del cerco.
“A los 9 años empecé a trabajar. Yo me iba con mi papá a los surcos. No quise estudiar. No me gustó la escuela. A mí me gustaba vender y trabajar. Mis papás querían convencerme de que fuera a la escuela, pero no era lo que yo quería”, recuerda Don Tomás.
A sus 84 años de edad, con una lucidez a plenitud, recuerda que su papá se iba al trabajo montando una mula, y el pequeño se subía para acompañarlo.
“Un día, estando en el trabajo, llegó uno de los socios de la parcela. Era chino. Le va diciendo a mi papá: Oye Jacinto, este niño, ¿qué negocio tiene aquí? Le dijo mi papá que yo quería trabajar, y me acuerdo que dijo: Es chambeador, de los chambeadores”, recuerda con orgullo las palabras y el reconocimiento de su padre.
“Esa noche no dormí casi. Tenía mucho gusto de que iba a trabajar. Me acosté con el pendiente. A las 3:00 me levanté. Le hablé a mi papá: Ya vámonos a trabajar. Y me dice: Cómo que vámonos a trabajar. Sí, le dije, yo ya me levanté. Y me contestó: Pero falta mucho. Tu mamá todavía no se levanta a hacer el lonche y ya no me dormí hasta que nos fuimos”, dice entre risas.
Desde entonces, Don Tomás, se convirtió en uno más de los hombres que iban al “cerco” a trabajar limpiando los campos de los surcos de tomate.
Pero no solo eso. Como era una persona trabajadora, al llegar del trabajo, seguía la jornada.
“Cuando llegaba, mi mamá ya me tenía elotes cocidos, me tenía pan y mi cubeta de dulces. Con dos cubetas empecé a vender. Me las colgaba y me iba del otro lado del canal en El Bolsón a vender a la escuela. Ahí vendía afuera del cerco”, recuerda con anhelo.
Aunque aquellas, fueron épocas de trabajo, también lo fueron de enseñanza, en donde aprendió disciplina y afinó su gusto por emprender un negocio.
Por allá en 1960, Don Tomás, se avecinó en lo que hoy es La Palma. En aquellos tiempos, no había muchos comerciantes, por lo que, al llegar al lugar, decidió emprender con el establecimiento de un estanquillo.
“Cuando llegué a La Palma ya estaba casado con Reyna Acosta Valenzuela, y no había muchos comerciantes, si acaso unos cinco. Además, que yo me iba a la escuela y les vendía dulces a los niños”, dice.
Lo que empezó con un niño y sus dos cubetas de dulces, al día de hoy se ha convertido en parte de la historia. En un establecimiento que no es más que una dulce tradición para todos los habitantes de La Palma.
Aquí, no hay niño, o adulto que no haya comprado al menos un dulce o un refresco a Don Tomás. Todos lo reconocen con cariño y lo sienten parte de la familia.
Don Tomás, es un ejemplo para todos los comerciantes del lugar. A pesar de las crisis económicas y hasta las personales, ha logrado mantenerse en pie.
Su alegría, y la nobleza de su corazón hacen de él un hombre sencillo y de sentimientos generosos.
Don Tomás, atiende con alegría su negocio, te ofrece galletas, refrescos, jugos y por supuesto que sus dulces. Esos que alegran la vida de los niños y endulzan los paladares.
“Yo soy el mayor de los hijos. Y todos los días, me llevaba un cartoncito y ahí voy a la escuela y les vendía a los otros niños. Paletitas, dulces chicles. Así empecé y aquí sigo hasta que Dios quiera”, dice con una voz quebrada al recordar toda una vida de trabajo, esfuerzo y dedicación.
En La Palma, Don Tomás endulza la vida de los lugareños y visitantes. Después de 75 años viviendo en el pueblo, pasar a su estanquillo, junto a la iglesia, es una dulce tradición. Pasó de un siglo a otro como símbolo de la comunidad, feliz con el oficio de la infancia. Vende dulces, pero te regala sus historias.
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