En 1940, una importante reforma previó el tratamiento de la adicción a las drogas con dispensarios regulados, hasta que Estados Unidos ayudó a ponerle fin
Por: AC --
Por Carlos A. Pérez Ricart | 16 de julio de 2024
En 1940, una importante reforma previó el tratamiento de la adicción a las drogas con dispensarios regulados, hasta que Estados Unidos ayudó a ponerle fin.
El sábado 9 de marzo de 1940 por la mañana, la banda de música del ejército mexicano tocaba canciones alegres.
Camarógrafos y periodistas se reunieron en el patio de la calle Sevilla 33 de Ciudad de México, tratando de obtener una buena fotografía de los protagonistas de la jornada: los médicos que inauguraban el primer dispensario estatal de morfina para drogadictos en la Ciudad de México.
Ese dispensario, el primero de muchos planeados para todo el país, era la punta de lanza de un amplio programa nacional que preveía la creación de un monopolio estatal para suministrar morfina, a precios nominales y según prescripción médica, a los mexicanos que padecían adicción a las drogas.
El objetivo era aliviar la demanda de morfina de los adictos.
Según explicaron los médicos empleados por el gobierno esa mañana, los dispensarios reducirían la dosis poco a poco, llevándolos a través de un proceso de desintoxicación gradual.
A los que se apuntaran al programa se les permitiría continuar con su vida normal si el médico asignado consideraba que no representarían un peligro para la sociedad.
E incluso para los casos incurables de adicción, los dispensarios al menos les permitirían dejar de depender del mercado ilegal de drogas.
Se pensaba que esto ayudaría a debilitar las redes de tráfico de drogas que ya empezaban a proliferar en ese momento en el país.
Al ofrecer un lugar seguro para inyectarse morfina, el dispensario prometía reducir la propagación de infecciones de transmisión sexual y combatir la tendencia de algunos adictos a recurrir a la delincuencia para financiar su consumo de drogas.
Este programa, que se atenía a un enfoque que hoy se llamaría de “mantenimiento” de la adicción, era nuevo en México, y en gran parte su implementación se debió a los esfuerzos del médico Leopoldo Salazar Viniegra, quien había encabezado una dirección gubernamental sobre adicciones a las drogas a fines de la década de 1930.
Aunque inédito y muy original en el contexto mexicano, el programa era muy similar a otros propuestos por médicos progresistas en otros países.
A partir de fines de la década de 1910, se habían establecido docenas de clínicas y dispensarios en varias ciudades de Estados Unidos para proporcionar morfina a los drogadictos a bajo precio, así como programas de tratamiento de adicciones que eran radicales para su época.
El programa fue posible gracias a una importante reforma a la ley federal de drogas, que exigía que todos los drogadictos fueran confinados en hospitales, que Salazar Viniegra había logrado conseguir apenas unas semanas antes de la apertura del dispensario aquella fría mañana del 9 de marzo.
Parecía el comienzo de un nuevo paradigma para la política de drogas en México.
Presión estadounidense contra la reforma de drogas
Pero las grandes esperanzas se desvanecieron rápidamente.
El dispensario de la calle Sevilla funcionó solo un par de meses.
El 3 de julio, el gobierno federal suspendió oficialmente “por tiempo indefinido” la reforma a la ley de drogas que se había aprobado a principios de ese año.
Aunque nunca se aclaró formalmente el motivo, la suspensión fue una consecuencia directa de la presión del gobierno estadounidense.
Esa presión comenzó ya en abril de 1938, cuando el veterano funcionario antidrogas estadounidense Harry J. Anslinger, entonces al mando de la Oficina Federal de Narcóticos, se enteró por primera vez del proyecto de Salazar Viniegra.
La respuesta de Anslinger —y sus consecuencias— se puede reconstruir a partir de su correspondencia con funcionarios de Estados Unidos y México, preservada en los Archivos Nacionales de Estados Unidos.
A partir de ese momento, Anslinger buscó poner fin a los planes mexicanos, que diferían de la lógica prohibicionista que el gobierno estadounidense había estado promoviendo a nivel internacional desde principios de siglo, en particular desde la Convención de Shanghái de 1909, que puso en marcha el régimen global de prohibición de drogas que ha persistido hasta el día de hoy.
Entre la primavera de 1938 y principios de 1940, los diplomáticos estadounidenses ejercieron una fuerte presión sobre el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas para que sustituyera a Salazar Viniegra como secretario de Salud.
El médico era visto como un peligro.
Además de sus esfuerzos por avanzar hacia una política de “mantenimiento de la adicción”, Estados Unidos se escandalizó por su otra visión.
Las recientes reformas en materia de drogas a nivel estatal y federal en Estados Unidos ofrecen una nueva oportunidad para que México explore alternativas sobre cómo abordar el problema del consumo de drogas.
La ironía aquí es evidente.
¿Aprovechará esta oportunidad el gobierno de Claudia Sheinbaum, la presidenta electa de México? El tiempo lo dirá.
Una cosa es segura: en este asunto, como en otros, México puede aprender de su propia historia para imaginar su futuro.
Salazar Viniegra argumentó que la marihuana no era dañina para la salud, una opinión que había obtenido a partir de sus propias experiencias con la hierba, de la que habló en varias conferencias y escritos públicos.
Algunos médicos incluso lo acusaron de ofrecer cigarrillos de marihuana a sus pacientes y fumarlos durante las reuniones de trabajo.
Pero Salazar Viniegra no comprendió la gravedad de la situación.
Consideraba que la marihuana era una sustancia menos dañina que el tabaco.
Las posiciones de Salazar Viniegra eran intolerables para los grupos conservadores de México y para los diplomáticos estadounidenses.
Anslinger sospechaba que una vez que se pusiera en marcha el programa de "mantenimiento de la adicción", el médico mexicano intentaría avanzar hacia un proceso de legalización de la marihuana.
La presión estadounidense era intensa.
Había que detener a Salazar Viniegra.
La amenaza de un embargo médico
El gobierno estadounidense tenía varios métodos disponibles para presionar a México.
Pero el principal era amenazar con un embargo a México hasta que se derogaran sus nuevas regulaciones sobre drogas.
En este sentido, Anslinger tenía un as bajo la manga: la Ley de Importación y Exportación de Estupefacientes de Estados Unidos de 1922.
Esa ley prohibía a las personas o empresas sujetas a la jurisdicción estadounidense exportar estupefacientes, principalmente morfina y codeína, a países que, a juicio del comisionado de estupefacientes, no mantenían un sistema adecuado de control en virtud de la Convención Internacional del Opio de 1912.
En la práctica, esto le permitió a Anslinger negar licencias para envíos estadounidenses de estupefacientes a México (que representan la mayor parte de la oferta de México) siempre y cuando pudiera alegar que el país no podía garantizar que se utilizarían con fines médicos.
El pánico se extendió en México.
La amenaza de Anslinger llegó a oídos del secretario de Salud de México apenas horas después de la apertura de la clínica médica en Colonia Juárez.
Sonaron las alarmas y el 12 de marzo el Consejo de Salud de México se reunió de urgencia.
Durante unos días, el gobierno mexicano intentó negociar, pero la posición de Anslinger fue inamovible: negaría cualquier envío de medicamentos a México si no se derogaba la reforma.
La guerra que en ese momento azotaba al mundo trabajaba a favor de Anslinger.
Un gran porcentaje de los cargamentos de narcóticos que provenían de Europa y tenían como destino otros países de América pasaban ahora por el puerto de Nueva York.
Así, el suministro de los precursores químicos necesarios para la naciente industria farmacéutica mexicana estaba en manos de Anslinger.
Y por si fuera poco, las industrias farmacéuticas de Alemania, Francia y España también habían entrado en crisis, dejando a México dependiente de la producción estadounidense.
El tiempo estaba de parte de Anslinger, y él lo sabía.
En una confesión a un alto funcionario, se jactó de que su plan era infalible.
Según él, las autoridades sanitarias empezarían a dar marcha atrás a medida que se fueran quedando sin medicamentos para “atender a los heridos y enfermos”.
El 3 de julio de 1940, el gobierno federal de México publicó la suspensión “indefinida” del Reglamento de Toxicomanías.
Diez días después, el dispensario de la calle Sevilla fue clausurado.
La banda dejó de tocar.
Un siglo de prohibición de drogas
La breve historia del Reglamento de Toxicomanías de México fue el principio y el fin del intento del país de construir una política de drogas alternativa al enfoque prohibicionista que ya prevalecía en Estados Unidos.
Paradójicamente, la suspensión provocó una radicalización del paradigma prohibicionista de las drogas en México. En adelante, las instituciones encargadas de controlar los flujos de drogas temieron la reacción de Anslinger.
En el otoño de 1942, por ejemplo, la Oficina de Narcóticos y el Departamento de Estado amenazaron nuevamente con embargar a México si sus autoridades no ponían fin a la siembra de amapola en los altos de Sinaloa.
La amenaza era grave: ese mismo año, Anslinger impuso un embargo médico a Chile por iniciar un programa de tratamiento de adicciones similar al propuesto por Salazar Viniegra un par de años antes.
Durante el resto del siglo, México mantuvo una política antidrogas que era incluso más punitiva que la de Estados Unidos.
En 1945, un decreto del presidente Manuel Ávila Camacho permitió enviar a sospechosos de narcotráfico y drogadictos a la inhóspita prisión federal de las Islas Marías, a 60 millas de la costa del estado de Nayarit, sin que tuvieran que pasar por un tribunal de justicia.
En cinco años, México había pasado de una política de tratamiento ambulatorio de las adicciones a la criminalización absoluta de los adictos.
Casi 85 años después de que la banda del ejército tocara en el primer dispensario de narcóticos de México en la calle Sevilla, el país sigue anclado en una lógica prohibicionista.
El consumo de marihuana sigue sin estar regulado y el gobierno federal no ha adoptado esquemas de tratamiento de adicciones que han demostrado ser exitosos en otras partes del mundo.
A la luz del daño causado por la violencia criminal en los últimos años, parece absurdo que no se hayan probado alternativas al modelo prohibicionista.
Pérez Ricart es profesor asistente de relaciones internacionales en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) en la Ciudad de México.